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Rafael Gíntoli brilló en la obra de Max Bruch, junto a la orquesta dirigida por Guillermo Scarabino
Rafael Gíntoli es un artista que contagia emociones. Su sensibilidad y su espontánea forma de trasmitirla provoca un deleite adicional, más allá del que emana de la propia obra musical en la que interviene. Escuchar la honestidad de su mensaje a través del sonido es siempre una experiencia conmovedora, porque se entra en contacto con un músico ubicado con humildad entre el autor y el oyente para cumplir una misión de puente, de ayuda, de mensajero, que no pretende engalanar su nombre ni proclamar un protagonismo de estrella.
En esta oportunidad, Gíntoli fue el solista del muy difundido primer concierto para violín y orquesta, de Max Bruch, al que se suele considerar una obra algo menor, marcada por ciertas debilidades académicas, pero que para nosotros es hermosa, inspirada y, lamentablemente, corta o que, al menos, parece transcurrir en un instante. Es una de esas obras directas e inspiradas y suficientes para que el nombre del autor sea recordado con gratitud y le garantice su permanencia en las programaciones artísticas de las salas de conciertos.
En primer lugar se escuchó la siempre atractiva obertura "Festival académico", de Johannes Brahms, en una versión atildada y contenida del director Guillermo Scarabino y luego la música de Bruch determinó el momento de mayor calidad de la velada, en la cual intervino la respetuosa visión estética del maestro argentino y la formidable actuación del violinista Rafael Gíntoli, quien desde el primer momento dejó escuchar la suma de todas las virtudes apuntadas generando así una verdadera lección de fraseo y emotividad expresiva del más alto rango, en el que tuvo protagonismo indudable su cálido, aterciopelado y tan distintivo sonido, así como su capacidad para lograr el equilibrio con la masa orquestal aún en los pasajes de gran expansión lírica.
Una vez más, como ocurre cada vez que se lo escucha, se comprueba la falacia de la necesidad de un sonido amplio para hacer una carrera de concertista, como ha ocurrido con otros nombres ilustres. En este caso, no sabemos por qué razón nos viene ahora a la memoria y, con el correr de la computadora, los del italiano Alfredo Campoli, con su célebre Stradivarius llamado "Dragonetti" y el del belga Artur Grumiaux, grande también en el mundo de la música de cámara.
Ante la cálida ovación, Rafael Gintoli agregó una obra de Bach para violín solo en impecable realización.
Después Guillermo Scarabino y la Filarmónica cerraron el concierto con una sobria traducción de la célebre obertura Op. 21, escrita por Meldelssohn a una muy juvenil edad (17 años, con una demostración de madurez sorprendente), y cinco números de la música compuesta con posteridad para la comedia "Sueño de una noche de verano", de Shakespeare, páginas de refinado lirismo, que fueron ofrecidas con la idoneidad y seriedad profesional que caracteriza al director argentino y a los integrantes de la agrupación sinfónica.
Como nota curiosa, que podría ser un detalle más de la decadente situación por la que atraviesa nuestro país, el Teatro Colón distribuyó un programa de mano ajeno a su tradición. Una pulcra hojita impresa de un solo lado con el detalle de las obras, sus movimientos y los intérpretes, pero sin los comentarios y otras informaciones habituales.