Este artículo fue publicado en castellano y en francés en la revista bilingüe Doce Notas Preliminares (Madrid) número 7, junio del 2001, páginas 82-110. La tradución al francés estuvo a cargo de Nathalie Moulergues.
Mis Maestros de Composición
por Juan María Solare
Colonia, marzo a mayo del 2001
a Javier Adúriz, que en 1993 me dijo "ya eres"
(En honor a la verdad, lo que dijo fue "ya sos")
Y ¿a quién le puede importar, con excepción de algún biógrafo, quiénes fueron mis maestros de composición y qué pienso de ellos? Así planteado, ni siquiera a mí, pero creo que escarbando un poco en la memoria puede entresacarse algún comentario generalizable, para que se vaya destilando alguna idea aprovechable más allá del caso particular.
Mi intención es hacer un repaso de los maestros de composición que he tenido (o en general de las muchas personas que han influido decisivamente en mi pensamiento musical) y comentar qué aprendí de cada uno. Si bien algunas de estas personas no resultarán conocidas ni en España ni en Francia, la idea es que su mención sirva de "gatillo" para perfilar mi "ideal" (por llamarlo de algún modo) de Maestro de Composición.
Vamos a considerar la noción de "Maestro" desde un punto de vista amplio. "Maestro" será toda aquella persona (no necesariamente un músico) que haya influido decisivamente (es decir, formativamente) en mi pensamiento musical o en mi ideario artístico. Esta curiosa definición implica, desde ya, una criticable toma de posición ("criticable" como lo es cualquier toma de posición).
Se plantea con regularidad la cuestión de si la composición puede o no enseñarse. Esta pregunta es una pérdida de tiempo, no tiene ni sentido ni respuesta. La pregunta correcta es plantearse cómo enseñarla. Mientras usted se cuestiona acerca de la posibilidad metafísica del conocimiento, hay otro que aprende y le quita el puesto.
Desde estos puntos de vista vamos a clasificar a mis maestros de composición en varios grupos:
a) maestros dentro de un estudio académico, regular, a lo largo de meses o años.
b) maestros ocasionales, encuentros puntuales con personas notables
c) los muertos
d) comentarios aislados de seres sin intención de enseñar (incluyendo a no músicos)
e) lecturas
Dediquemos sólo un par de párrafos a los temas secundarios ("d" y "e"), para luego concentrarnos de lleno en lo importante.
Los "comentarios aislados de seres sin intención de enseñar" pueden ayudarnos sólo en la medida de nuestra apertura mental. La búsqueda de inspiración es a menudo una tarea brutal, hay que arrancarla de donde sea, incluso de donde no se supone que podría hallarse (como en labios de un profano).
No es secreto que de las "lecturas" puede aprenderse mucho. Están mencionadas aquí principalmente por afán de completitud. "Lecturas" abarca libros técnicos (manuales de armonía), escritos de compositores varios, entrevistas a músicos notables; pero también manuales de pintura, conversaciones con artistas de todos los géneros, análisis sociológico del fenómeno Beatles, fotos de los planetas, revistas de ajedrez, artículos de divulgación científica (como los de Isaac Asimov), recetas de cocina, libros de gramática, poesía o semiótica; todo lo que les interese y lo que debiera interesarles. Y cuando lean, háganlo siempre con un ojo puesto en determinar "cómo podría yo aplicar esto a mi propio estilo musical".
Los Muertos
Podemos enfocar el asunto de manera alegórica, decir "yo estudio composición con Bach, con Beethoven y con Debussy". Este comentario también lo habrán escuchado algunas veces. No es claro dónde termina la metáfora y comienza la pedantería; o tal vez se superponen, porque la pedantería tiene muchas formas, y de esto sabemos mucho los compositores.
La manera de estudiar con los muertos, dejando de lado las prácticas espiritistas (que no conozco y por lo tanto tampoco descarto), es fundamentalmente compenetrarse a tal grado con la obra y -sobre todo- con el pensamiento musical de un compositor del pasado, que uno comienza a creerse su reencarnación. Esto me ocurre, para ser concretos, con Franz Liszt y con Giuseppe Verdi (cierto que fueron contemporáneos, ignoro si la ortodoxia reencarnacionista explica este fenómeno), en menor medida con Alexander Scriabin, y desde hace algún tiempo, en parte, con Luigi Nono. (En este último caso hay que descartar, por cuestiones de fechas, una auténtica reencarnación.) Curiosamente, estos compositores (con la posible exclusión de Scriabin) han tenido un pensamiento humanista bastante alerta y bastante integral; y digo curiosamente porque no creo tenerlo.
Otro de mis muertos, Wolfgang Amadeus Mozart, daba un consejo trascendental, con su profunda simplicidad proverbial: "Cuando hayan compuesto algo que consideren de cierto valor, muéstrenselo a un músico con más experiencia". Esto me inspiró la siguiente práctica: mostrar la misma partitura (con grabación, si la hay) a muchos "músicos con más experiencia" que yo (en general compositores, pero no únicamente). Lo positivo de este método es que, si lo practican, van a recibir comentarios diametralmente opuestos, incluso contradictorios, pero no carentes de cierta lógica. Así que no van a tener más remedio que usar la propia cabecita y "pasar en limpio" los consejos. También escucharán un par de sandeces; y esto les ayudará a discernir qué crítica es útil y cuál es hojarasca.
En este contexto, recuerdo haber mostrado cierta obra (mi primer cuarteto de cuerdas) a varios compositores, en Darmstadt, en julio de 1992. Uno de ellos, Franz Martin Olbrisch (con quien casi llegué a estudiar regularmente) hizo un comentario muy agudo: "No sé qué necesidades tienen en la actualidad los compositores en Argentina, así que tendrás que entender mi crítica desde esa perspectiva, pero si fueras un alemán te diría lo siguiente..." Y comenzó a decir una serie de cosas muy certeras, por cierto, en general relacionadas con el manejo del timbre (que es justamente una preocupación muy actual en Alemania). Pero aquella introducción que hizo, situando su crítica en un marco, me pareció de lo más adecuado y de lo menos frecuente (la mayoría de las críticas tiene pretensiones de atemporalidad y ubicuidad). Otro compositor germano, Volker Heyn, tras examinar la partitura, me hizo reflexionar paso a paso acerca de las posibilidades tímbricas de los instrumentos de cuerda; no sugirió cambios concretos sino que se dirigió directamente a intentar expandir mi concepción del timbre, mi manera de enfocar el asunto.
De Ferenc Liszt aprendí, entre otras cosas, a ser impermeable a la crítica. Nadie tiene derecho a criticarte, excepto que se lo des; es decir, que se lo haya ganado. Para poder criticar de manera responsable y efectiva (es decir, para que sirva para algo) no basta con señalar un re bemol y proponer reemplazarlo por un fa sostenido. Una crítica útil debe ser integral, el criticador debe meterse en el mundo del criticado y entenderlo a fondo. La excepción son, obviamente, los errores de bulto (despistes tipográficos, ambigüedad en la notación, un instrumento fuera de registro).
Ser impermeable a la crítica es una actitud de doble filo, porque parece cerrar la puerta a la renovación, que no pocas veces viene de fuera. El peligro es adoptar una postura demasiado cerrada. Este peligro se ahuyenta mediante un mecanismo doble. Primero un filtro: sólo aceptaré críticas directas de determinadas personas selectas, de mis consultores de cabecera; pero además observaré las reacciones de la gente (de cualquiera, de todos, aún de los no calificados) y extraeré conclusiones indirectas de su actitud, de sus gestos, incluso de sus palabras. Esencial es saber que, en general, la gente no sabe criticar, no orienta su comentario al núcleo del problema (y mucho menos a encontrar una vía para solucionarlo), sino que dice lo primero que le pasa por la cabeza. Estas "críticas" deben filtrarse así: pensar que acaso haya algo realmente discutible o cuestionable en mi obra, pero no allí donde mi crítico ocasional apunta, sino en otra parte. En el fondo es simple: una crítica certera despierta una "experiencia ajá": repentinamente vemos algo que antes no existía en nuestra conciencia. Así se reconoce una crítica válida.
"No aceptar la crítica" de fulano no significa -necesariamente- que vayas a frenarlo en seco mientras, muy contento, se despacha con su perorata de comentarios; significa simplemente que no vas a escucharlo, pero que muy diplomáticamente le darás las gracias por haber puesto tanta atención en tu obra, o cualquier otro understatement más o menos cínico según el poder del interlocutor.
Una clave para entender esto (cómo mantener apertura e impermeabilidad en equilibrio) la tomé de la actitud de Bobby Fischer (ex campeón mundial de ajedrez), que todo consejo lo "pasaba en limpio". Claro, si él era el mejor (y realmente lo era), ¿porqué iba a ser más acertado el consejo de un jugador con menor ránking? Puede parecer una postura engreída, pero en el fondo es todo lo contrario, si entendemos la humildad como el poder aprender de quienes son "peores". El ajedrez permite estas comparaciones ("mejor y peor") más o menos objetivamente, la música es infinitamente más subjetiva, y la vida ni hablemos.
Maestros strictu sensu
Una característica que creo que todos mis maestros tuvieron (aquellos de los que puedo realmente decir que aprendí algo, aquellos que merecen ser mencionados en mi currículum) es que todos realizaban su carrera personal. No es que únicamente enseñaban. Entonces podía ver yo que enseñaban lo que antes habían ya practicado, y que esa energía (la que se requiere para hacer carrera) era ya desde el principio parte de la enseñanza. También relativizaba mi importancia como alumno: la docencia era una faceta de su vida, pero no la única y acaso tampoco la más importante. Esto me pareció siempre liberador, como alumno, porque de lo contrario siempre albergaría la duda: "¿éste se dedica a enseñar porque ya no puede otra cosa?" Da mucha confianza saber que tu maestro tiene el motor encendido, y que (sólo así) puede mostrarte cómo encender tu propio motor. Y esto es tal vez lo más importante que pueden enseñarte: cómo tomar la carrera en tus manos.
Maestros dentro de un estudio académico
Horacio López de la Rosa (1933-1986). Retrospectivamente, descubro que Horacio López de la Rosa fue mi primer maestro de composición. Constatación curiosa, porque oficialmente estudié con él Teoría y Solfeo durante cuatro años (1977-1980, en el Conservatorio Nacional de Música de Buenos Aires). Ahora bien, él era compositor, así que me incitaba a mostrarle mis trabajitos muy tempranos. Sus comentarios estaban siempre orientados a ampliar mi concepción musical; siempre empujaba al hacer, señalaba un camino concreto, abría un abanico de posibilidades. Por ejemplo, si le llevaba muchos trabajos en 3/4 (en esa época suponía poder escribir todas mis obras en 3/4), preguntaba por qué no hacer el próximo en 4/4. No recuerdo si llegó a sugerir usar compás de 5 (probablemente lo hizo), pero para el caso es lo mismo. En otra ocasión (recuerde el lector misericordiosamente que yo tenía doce años) sugirió más variedad dinámica, "no siempre forte". Lo cual me hizo dar cuenta de que yo ni siquiera había anotado un mísero matiz.
Parecen comentarios estúpidos, pero ¿porqué los recordaría nítidamente tras veinte años si no fuera que tienen un alto poder de síntesis? En el fondo, "no siempre 3/4" o "no siempre forte" quiere decir que lo que estás haciendo sea caso particular de algo más amplio, y éste es un concepto fundamental de la composición, y esto es lo principal que aprendí -que destilé- de Horacio López de la Rosa.
Fermina Casanova (nacida en 1936) fue mi profesora de Rítmica Contemporánea, Armonía y Composición (1981-1986) en el Conservatorio Nacional de Música de Buenos Aires.
Fermina Casanova es una excelente profesora de análisis, más que de composición propiamente dicha. Así como saber leer (y me refiero a leer entre líneas) es una precondición para escribir, analizar correctamente es una condición para componer. Analizar es pensar la música, y cuantos más sistemas distintos tengamos para comprender lo existente, mejor. Ideal es analizar la misma obra desde puntos de vista opuestos, complementarios, desde -digamos- tres ángulos diferentes. Así se relativiza la importancia del sistema de análisis y cobra relevancia la obra analizada. Por otra parte, todo ojo tiene un punto ciego y todo sistema tiene un punto de incompletitud; así que con un único sistema difícilmente pueda aprehenderse la realidad en todas sus dimensiones. (Limitemos de momento la validez de esta osada afirmación al mundo musical, es más inofensivo.)
La crítica que puedo hacer al método de enseñanza de composición de Fermina Casanova no es a ella, sino al sistema educativo en el que estaba inmersa y del que a pesar de todo no pudo zafarse. En aquel momento, en Argentina, la tendencia era que uno comenzaba a componer "a la manera de" Mozart (por ser el repertorio supuestamente más familiar al oyente medio), asimilando técnicas musicales del siglo XVII, para luego "evolucionar" hasta el presente "junto con la humanidad". La trampa está en que jamás se llega al momento presente. ¿Qué pasó después del serialismo? Misterio. Sí, algunas corrientes de música aleatoria, tanto como para equilibrar el supuesto ultra-racionalismo dodecafónico; pero cómo, en concreto, ni idea. Y este método, señores, es inoperante. No funciona. Así no se aprende a componer, así lo que se aprende es historia. Es perder el tiempo. Para aprender composición hay que tomar contacto con las obras válidas (de estilos bien diferentes) que se están haciendo ahora, y no con las que se hicieron hace treinta o cincuenta años. Estudiar estas obras es importante, claro, pero quien quiera ser competitivo en el panorama actual de la composición no puede darse el lujo de comenzar escribiendo como Wagner o como Strawinsky. Todo esto -la tradición, el pasado- lo tendrá que conocer, pero luego. Si quiero ser escritor, ¿comienzo imitando literatura del siglo de Garcilaso o del de Molière? Cuánto lo dudo. Esto podrá venir más tarde, si acaso, cuando surja como necesidad estética.
Háganme el favor: abran los oídos a lo que se está escribiendo ahora, que no es ni poco ni todo malo, y ya tendrán tiempo de analizar cómo resolvió Palestrina sus problemas técnicos (compositivos, financieros y de promoción). Tomen contacto con compositores más maduros que estén provisoriamente vivos. O -si quieren- estudien todo paralelamente, pero jamás posterguen el estudio de lo que está haciéndose en el presente, excepto que lo que les interese no sea la composición sino la musicología.
Un ejemplo drástico. En 1985 (precisamente durante mi período de estudios con Fermina Casanova) Luigi Nono visitó la Argentina por última vez. Yo tenía 19 años, y perfectamente hubiera podido ir a ver sus conferencias y conciertos. Pero claro, todavía no habíamos llegado a ese estilo, así que no fui nada. Nono no fue más por esas lejanas latitudes, y murió cinco años más tarde. Ahora (que sí "llegué" a conocer su estilo) ya es un poco tarde, ¿no les parece? Con lo que me gustaría poder tomar unos cafés con el tipo.
Insisto, muchachos, porque el día tiene 24 horas (y sólo hasta 16 sanamente aprovechables) y la vida es más corta de lo que creemos: tomen contacto primero con los vivos, no privilegien el estudio de los muertos. Viéndolo a Berio ensayar aprenderán más composición que analizando una obra de Strawinsky. O -si prefieren- viendo a Halffter o hablando con Barce aprenderán más que analizando a Falla.
Es claro que analizar a fondo las obras maestras del pasado siempre ayuda a la madurez artística. Pero hay también una buena dosis de pereza mental en poner el acento en tomar a (digamos) Beethoven como modelo: ahora ya sabemos que era bueno, ya entró al Parnaso; y hay más de uno que descree que hoy en día existan genios. Claro: el filtro del tiempo hace maravillas, y limpió a numerosos compositores de tercer orden (los que ahora "sabemos" que eran de tercer orden), pero un filtro equivalente no existe para el presente (y tampoco me parece mal). La mencionada pereza mental consiste en no buscar al equivalente actual de Beethoven.
Juan Carlos Zorzi (1936-1999), estudié con él Composición en el Conservatorio de Buenos Aires en 1991 y 1992, y me gradué con él en marzo de 1993.
Juan Carlos Zorzi, "el loco Zorzi" lo llamaban. De loco no tenía nada, era impresionantemente lúcido en su visión de las relaciones humanas, y extremadamente sensible. Por esto mismo lo afectaban profundamente y de manera personal los males de la humanidad. Todo se lo tomaba a pecho, y esto lo hacía sufrir mucho, porque ¿qué podía hacer él, como músico, para remediar los males del mundo o siquiera paliar el dolor ajeno? Esta sensibilidad exacerbada -y acaso otros factores que ignoro- lo conducían siempre a una tensión interna muy grande, alternando fases de euforia con otras de depresión extrema; y así no me extraña que quienes sólo lo trataban superficialmente lo pudieran ver como un desquiciado pintoresco.
Y ya de esta personalidad se puede aprender. Porque, si usted es un artista, no le recomiendo buscar términos medios sino extremos. Un término medio, tan útil en otras áreas, sólo producirá resultados artísticos estandarizados, adocenados, parecidos a todo, sin personalidad propia. El término medio, en arte, es trabajo de oficina.
Y ¿qué aprendí de Zorzi, directamente? De técnicas, nada. No era lo que él quería: "Contrapunto, Armonía, todo eso es lo que uno estudia por su cuenta. Acá ustedes vienen a otra cosa." Y afortunadamente no nos enseñó técnicas concretas. Su estilo personal no tenía nada que ver con lo que yo en ese momento necesitaba y buscaba. Mis intereses se orientaban en aquella época (1991-92) hacia la Escuela de Viena y sus derivaciones inmediatas; pero sus decisiones estéticas ya estaban firmes en un neoclasicismo romántico con aires nacionales. En aquel momento yo había descubierto a Ligeti, y él consideraba que "Atmospèheres" no era música. Pero jamás intentó imponer su estética personal. Y siempre acentuaba que las opciones estéticas no tenían influencia directa sobre las relaciones interpersonales: "Salvador Ranieri [compositor ítalo-argentino] es como un hermano para mí, pero ya ves, su música no tiene nada que ver con la mía". Esta tolerancia estética no la he visto casi nunca, lamentablemente; mucho menos en un profesor. La consecuencia es que cada uno de nosotros no tenía más remedio que buscar su lenguaje personal, y de hecho sus discípulos escribimos de manera muy distinta, incluso diametralmente opuesta. (Pienso en mi condiscípulo y colega Fernando Albinarrate, como un caso de contraste extremo: a él le atraían más -y le siguen atrayendo- los géneros teatrales vinculados al Musical y a la Zarzuela; a mí me sigue embelesando la expresión abstracta. Pero ambos podíamos aprender de Zorzi cosas muy concretas. (Precisamente una crítica que suele hacerse a un maestro de composición es que todos sus alumnos suenan igual.)
Directamente vinculado con esto está la honestidad artística. Esta virtud es esencial, y es lo que rezumaba Zorzi continuamente, y lo que aconsejaba. A ser honesto con uno mismo como la manera de obtener los mejores resultados. Este principio, que parece obvio y aceptable sin cuestionamientos, tiene en su puesta en práctica un costo muy alto. La mayoría de las personas tiende a hacer compromisos, a ceder, e -irónicamente- justo en el terreno artístico (un área que suele presentarse como el reino de la libertad absoluta).
Otra de las cosas fundamentales que aprendí de Zorzi es que "la falta de claridad es mortal". Este pensamiento puede entenderse en infinitos sentidos, tantos como dimensiones tiene una persona: ambigüedad primeramente en la escritura misma (en la notación), en el fluir del discurso musical (algo ciertamente muy difícil de determinar); pero también puede generalizarse y aplicarse por ejemplo a la falta de claridad a las relaciones humanas (desde el comportamiento en el tránsito hasta la vida en pareja).
Francisco Kröpfl (nacido en 1928). De Kröpfl tomé clases particulares, en 1991-92, de técnicas de análisis en música contemporánea, especialmente de atonalismo y lenguajes de los años '50; y esto era precisamente lo que yo buscaba en aquel momento. Además, aprendí algunos criterios de análisis rítmico. Mucho más tiempo no hubo para aprender música electrónica y síntesis, las otras cosas que hubiera podido aprender de él ("Vamos a tener que sintetizarlo a usted"). En este sentido fue un factor equilibrante a mis clases con Zorzi.
Poco después de graduarme en el Conservatorio de Buenos Aires (en marzo de 1993) el DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico) me dio una beca para realizar estudios de posgrado en Alemania, así que me toca hablar de mis maestros europeos.
El primero de ellos fue Johannes Fritsch (nacido en 1941). Con él estudié desde octubre 1993 hasta febrero de 1996, en la Escuela Superior de Música de Colonia. Su sistema de enseñanza es no tener sistema. Analizamos diferentes obras (principalmente en base a grabaciones, a veces acompañadas de partituras, pero nunca a la inversa). Obras de él mismo, de Morton Feldman, de John Cage, de otros compositores que ahora no recuerdo, y sobre todo de Karlheinz Stockhausen. Hay que decir que Fritsch fue violista en el Ensemble de improvisación controlada que Stockhausen tenía en los años '60, así que conoció muy de cerca todo ese período, como protagonista. Además había sido su alumno. Esto es importante, porque así la enseñanza es más viva. No es que lees un ensayo sobre las técnicas de composición de Stockhausen, sino que te las cuenta alguien que estudió con él. A mí me resulta más estimulante, más inspirador. Supongo que esta es la diferencia básica entre lo que llamamos tradición viva y letra muerta.
Fritsch además está muy atento a expandir el horizonte de la concepción eurocéntrica de la música: constantemente nos ponía en contacto con instrumentos de otras culturas (especialmente del este asiático, que conoce muy bien), lo cual amplía muy rápidamente nuestro universo del sonido. Pero a la vez nos prevenía contra el "turismo" sonoro: "Si quieren aprender realmente lo que es el gamelán, tienen que viajar a Java, aprender el idioma e integrarse a la vida con los nativos del lugar. No basta con imitar algunos ruiditos".
Me resulta difícil identificar con más precisión qué aprendí de Fritsch, en parte por su manera sumamente lenta de dar clase, y porque él se ufana de no tener un "método" automático para enseñar a componer; prefiere que aprendas por ósmosis, y mejor sin darte cuenta.
Parece que en la esencia de su método está el confrontarte continuamente con tus propias obras. Parte importantísima es entonces la organización de conciertos con obras de sus alumnos, y en esto Fritsch es muy eficiente.
Viene a cuento mencionar aquí uno de los interrogantes que le planteé a Fritsch una tarde, acerca de las influencias a las que uno está sometido como compositor: decenas de maestros, cientos de compositores, miles de obras; y cómo se puede sintetizar todo esto. Respondió con una imagen exquisita: "Todas esas influencias son como un montón de compost en putrefacción, con restos orgánicos de los más diversos orígenes, reducidos a materia en descomposición; y de ese montón de estiércol surge una rosa."
Un aspecto casi extramusical quiero señalar, que muestra la relación de Fritsch con sus discípulos y su compromiso. Cuando llegué a Colonia tuve problemas serios para conseguir alojamiento. Y una de las primeras clases privadas con él consistió en sentarse en su estudio, abrir el diario que él había comprado ad hoc, y hacer llamadas telefónicas a quienes ofrecían una habitación en alquiler. "Esta no, porque es una calle ruidosa, probemos mejor con esta otra." Díganme, por favor, cuántos profesores se ocupan así de sus alumnos.
Con Hans Ulrich Humpert (nacido en 1940) cursé estudios de posgrado en música electrónica, en la Escuela Superior de Música de Colonia (desde abril de 1999 hasta febrero del 2001). Fue mi maestro más reciente, así que aún no ha podido decantarse un veredicto claro sobre él. Retrospectivamente podré saber más. De momento, un par de características suyas son deseables en todo profesor: oye en tus obras absolutamente todo, y sus opiniones son muy certeras, dan siempre en algún blanco de cuya existencia no tenías ni noción. Y cuando sugiere algo, alguna mejora para una composición, se las ingenia para hacerte creer que eres tú a quien se le ha ocurrido la idea.
Mauricio Kagel (nacido en 1931), con él cursé un breve posgrado de seis meses en Nuevo Teatro Musical, en Colonia, en 1996.
Mauricio Kagel es el mejor profesor de composición que he tenido, y lamento no haber podido tener más tiempo con él (se jubiló a los pocos meses). Su sistema es único (o era, puesto que ya no dicta más clases particulares), jamás he visto nada comparable. Puede asemejarse a una sesión de terapia con un psicólogo, orientada a la música. Inicialmente, sus preguntas y comentarios están orientados a averiguar "dónde te aprieta el zapato" (es su expresión), más precisamente a que reflexiones sobre el asunto hasta que tú mismo te des cuenta. La consecuencia obvia es que comiences a trabajar sobre esa carencia hasta que la superes; pero ese ya es tu problema, no tanto del maestro.
Luego, todas sus indicaciones se orientan esencialmente a que averigües cosas de tí mismo (así lo percibí, al menos); a que te des cuenta de qué es lo que quieres hacer, y que lo hagas.
Además, por supuesto, respondía preguntas técnicas concretas, esto es evidente.
Y te obligaba a trabajar mucho. Te empujaba al hacer; y esto, que parece una pavada, es increíblemente importante. Otras personas te impulsan al no-hacer, y esto conduce fácilmente a la parálisis
Con Kagel trabajamos unos Estudios Escénicos. Uno de sus ejercicios iniciales fue "invente alguna situación dramática concreta, no se preocupe de momento, de los posibles problemas prácticos de realización -esas soluciones las irá hallando luego- ahora permítase inventar cualquier cosa que se le ocurra, por osada o ridícula que le parezca. Y haga, digamos, diez de estos ejercicios".
Entre paréntesis: estoy parafraseando de memoria tras cinco años, el comentario anterior no es una cita textual, porque a Kagel no le gustaba que grabaran sus clases ("frente al micrófono se habla de otra manera, uno toma otra actitud").
Entonces, de una clase a la otra, inventar diez situaciones dramáticas. Lógicamente, cuando sabes que tus días junto a uno de los grandes están contados, te quieres esforzar al máximo, así que los hice. Claro que me llevó muchas horas diarias, pero aprendí algo trascendental: saber que puedo componer infinitamente más de lo que creía. Antes de ese momento, pensaba yo, podía hacer un promedio de tres minutos de música a la semana. O cinco, pero no más. En aquel momento vi claramente que había hecho dos o tres veces más. Y esto era un hecho innegable, una experiencia, no algo teórico de lo que alguien quería persuadirme.
Reflexioné bastante sobre el asunto, la conclusión a la que llegué es que se relaciona con bajar abruptamente el nivel de autocrítica -de autocensura- en el momento de componer. Ya podrás autocriticarte cuando corrijas, o nunca. La condición (para suspender la autocrítica en el momento de crear) es que tus herramientas técnicas (por ejemplo tus conocimientos de los instrumentos musicales, de Acústica, de contrapunto, tu intuición formal) estén muy desarrolladas, lo suficiente como para no estar planteándote cuestiones básicas que frenen el flujo de las ideas. En otras palabras, que puedas confiar ciegamente en tu capacidad técnica, que ella opere desde la sombra.
Y el precio de eliminar la autocensura es arriesgarse a una producción de calidad irregular. Precio que pago gustosamente - esto en en sí una fuerte elección estética. Para quemar mis obras ya tendré tiempo. (*) Pero la alternativa es frenarte ante cada nota que escribas y cuestionar su validez metafísica dentro del sistema filosófico mediante el cual tu cosmovisión personal explica el orden del mundo y la función del ser humano en el universo. Y así no se puede ni componer ni respirar.
(*) Es el mismo precio, creo, que aceptaron pagar Liszt y Mozart. Además, me he dado cuenta de que muchas obras mías que considero horribles les gustan a algunas personas. Y ¿quién soy yo para privar a la gente de su placer?
Quiero decir, además, retomando nuestro tema, que Kagel es minucioso hasta la obsesión -y preciso como un neurocirujano- en el momento de ejercer la autocrítica (y la crítica). Pero -insisto- después, no antes. Esta capacidad también es digna de ser entrenada.
En este contexto es inevitable recordar la breve y certera frase con la que Leo Brower inicia su Tratado de Armonía (publicado en La Habana en una edición limitadísima):
"Escriban primero, analicen después"
Esta frase debiera imprimirse en letras de platino.
Luego, tras mi período "oficial" con Mauricio Kagel, siempre pude telefonearle para plantearle preguntas muy concretas acerca de cómo conducir mi carrera: qué hacer, a quién dirigirme, cuán realista es ofrecer determinado proyecto a fulano, etc. Estas cuestiones, esenciales en cualquier carrera y más en la musical, nadie te las enseña en un Conservatorio, y comienzo a creer que no por maldad sino porque los profesores tampoco las saben. Y como no las conocen se desentienden de ellas denominándolas global, despectiva y erróneamente "relaciones públicas, componendas, tráfico de influencias".
Pero al responder tales preguntas, incluso existenciales ("¿me presento a determinada beca de cinco años en California o no?") la actitud de Kagel es siempre la misma: hacerme reflexionar -mediante socráticas preguntas- cuánto realmente me interesa aquello que voy a hacer, y si tiene aplicación en mi vida posterior(luego del período de esa beca); es decir, si responde a un plan a largo plazo, a una estrategia. "Si va usted a California sólo porque le solucionan sus problemas financieros, no lo haga; lo que va a aprender allá durante cinco años lo va a querer usar después, no es que lo va a dejar de lado; piense si le interesa, a la larga, aplicar aquello." Es decir, otra vez la pregunta de fondo es "¿y usted qué quiere hacer?", junto con elementos para reflexionar una respuesta. Esto, que dicho así parece de una superficialidad espantosa, es clave: la mayoría de los profesores jamás te sonsacan qué te interesa hacer, te imponen alguna tarea; la consecuencia es que no aprendes a pensar acerca de tus necesidades, de tus intereses.
Y es ingenuo dar por sentado que ya sabemos, de una vez para siempre, qué es lo que queremos. Esto debe ser descubierto y verbalizado; luego hay que poder articular un plan para realizarlo y mecanismos para reconocer cuándo vamos alcanzando objetivos parciales.
Con Helmut Lachenmann (nacido en 1935) cursé un posgrado en composición, entre octubre de 1997 y febrero de 1999, en la Escuela Estatal Superior de Música y Artes Representativas, en Stuttgart.
Cuando -tras varios años de pedirle- pude finalmente tener un lugar en la clase de composición de Helmut Lachenmann, en Stuttgart, él ya estaba bastante cansado de enseñar, ya lo hacía más por sentido del deber que por interés, o al menos era esto lo que se adivinaba. Lo cual no significa que no haya aprendido nada de él -todo lo contrario- pero posiblemente llegó muy tarde a mi vida (o yo a la suya); y, por esto, posiblemente otros hayan aprendido de él más cosas.
Sus teorías y su práctica sobre la enseñanza de la composición (heredadas de su maestro Luigi Nono) eran muy drásticas, y se fundamentaban en destruir sistemáticamente el trabajo que habías llevado a clase, en la convicción de que sólo así, negando todo lo anterior, podías construir algo diferente, algo que nunca hubieras hecho; así podrías salir de la inercia. La idea es que lo que no mata, fortalece; y de hecho, si uno sobrevivía era porque podría generar anticuerpos.
Personalmente dudo de la efectividad de este método, basado en la desmotivación sistemática, aunque no descarto que en ocasiones pueda funcionar, según la personalidad de un alumno determinado. Es también posible que los sobrevivientes tengan una personalidad "dura" que los lleve a componer un tipo de música determinado, "duro", paradójicamente aquello que se intentaba evitar. Una de las consecuencias positivas de mi paso por "Lachy" fue, entonces, que tuve ocasión (por necesidad) para imitar la mencionada práctica de Liszt de ser impermeable a la crítica.
En todo caso, no es un método recomendable para aplicar a principiantes. Sin embargo, en manos de Helmut este método no resulta tan traumático, debido a su personalidad absolutamente carismática - siempre sonriente, haciendo honor a su nombre (Lachenmann significa "hombre que ríe"). Esto lo equilibra todo.
Lachenmann aconsejaba lo mismo que su maestro Luigi Nono (una práctica que también conocemos de Bach): copiar a mano la partitura de una obra importante de un maestro, para empaparse de los mecanismos que se ponen en marcha cada segundo. Esta técnica, desde ya, no se justifica prosaicamente por la ausencia de fotocopiadoras, sino que la idea es que leyendo una partitura "a paso de hombre" se ven cosas que de lo contrario pasan inadvertidas (incluso aspectos de la notación, detalle nada superficial). Además, tenemos la curiosa noción que "fotocopiar equivale a haber leído", postulado que la experiencia cotidiana se encarga de desmentir.
Digno de mención es que antes de estudiar con Lachenmann mi música estaba poblada de "lachenmanismos" descoordinados (*); tras estar bajo su fédula por tres semestres, estos rasgos se fueron ablandando, digiriendo e integrando a mi estilo; es decir, fueron siendo empleados cuando venían al caso.
(*) De hecho, cuando José Luis Campana escuchó algunas de mis obras en Darmstadt en 1994, fue él quien me sugirió que fuera a estudiar con Lachenmann.
Otra de las consecuencias positivas de mi paso por Lachenmann es que su tipo de escritura es lo que buscan en ciertos concursos de composición, así que poder imitarla -con cierta calidad- puede traducirse en dinero contante y sonante, y en un par de líneas más en el currículum.
Encuentros esporádicos con notables
Alicia Terzián (nacida en 1936). Con Terzián estudié instrumentación en el Conservatorio de Buenos Aires, hacia 1988. Importante es además señalar que fue muy generosa conmigo en lo que respecta a mostrarme o darme material (partituras) e información, y esto en un momento y en un lugar en que la información se escamoteaba.
Años más tarde me dio una lección esencial para mi carrera. Refiriéndose a los inevitables rivales y competidores que surgen a lo largo de la carrera, me aconsejó cómo debía ser mi relación con ellos: "úselos".
Elsa Justel es una compositora argentina (nació en Mar del Plata en 1946) que actualmente vive en París. Se dedica principalmente a la música electroacústica. Lo primero que aprendí de ella fue artesanalmente, viendo cómo ella trabajaba y cómo describía su método de trabajo.
Sin embargo, lo que de ella vi y pretendo adquirir es sobre todo su impulso. Fue ella -a quien conocí en Madrid en febrero de 1992, presentados por Adolfo Núñez- quien me animó a ir al Festival de Darmstadt en julio de ese mismo año, y allí tomé contacto directo con mucha música (de calidad diversa) con la que yo no estaba aún familiarizado. Musicalmente me abrió el panorama hacia Varese, Ferneyhough, Ligeti, Lachenmann, Klaus Huber y Scelsi. Paralelamente, Elsa Justel me inició en la desconfianza profunda en los sistemas musicales, tanto los estrictamente compositivos como los institucionales.
Además, el hecho de ser un compositor argentino (acaso latinoamericano en general) viviendo en Europa presenta dificultades propias (menos estéticas que pragmáticas, de inserción en el medio, por ejemplo) de las que ningún europeo tiene experiencia ni sabe cómo resolver. En ella vi un posible modelo de cómo afrontar estos problemas. En este sentido creo que la conocí en el momento justo, un año antes de venir a establecerme en Europa.
Actualmente, Elsa Justel es una de las pocas, poquísimas personas de las cuales puedo recibir una crítica razonable, un comentario que sirva para algo.
Karlheinz Stockhausen (nacido en 1928) es acaso la persona de quien más he aprendido a ser compositor. Recalco: "ser compositor" abarca más que "componer". Lo que de él aprendí es, por una parte, técnicas concretas, y por la otra, cómo llevar adelante la carrera.
En febrero de 1992 le envié, desde Madrid, mi primera carta, "quiero estudiar con usted", y la partitura de un cuarteto de cuerdas que acababa de componer, como para que tuviera una idea de qué estaba haciendo. Me devolvió la partitura por correo con unas líneas: "Estimado JMS, lamentablemente ya no doy más clases", y agregó en el sobre su catálogo de obras (la mayoría publicadas en su propia editorial) con su correspondiente lista de precios.
Primera sorpresa: respondió la carta, cosa que yo no hubiera esperado. Más tarde fui confirmando una curiosa ley: los verdaderamente grandes responden (cuando se les escribe algo sensato); son los compositores de medio pelo quienes se dan el lujo de ignorarte.
Seguda sorpresa: catálogo con lista de precios. Inicialmente me sentí tratado como un cliente, lo cual no me causó mucha gracia. Poco después me dí cuenta de yo no tenía claro cómo hacer mi catálogo de obras, y que el suyo bien podía servirme como modelo.
Un mes más tarde pasé por la Biblioteca del Centro Pompidou en París y vi muchas partituras de Karlheinz Stockhausen. Ahí me dediqué a analizar sus partituras, pero no desde el punto de vista musical, sino de diseño. Cómo estaba organizado el contenido, qué información aparecía en la portada, si había una dirección de contacto, y demás aspectos formales.
Lo que más me impresionó, y de manera muy positiva, fue que en las partituras Stockhausen incluye textos en varios idiomas (alemán, inglés y ocasionalmente en francés), que pueden ser utilizados como nota de programa. Además, lógicamente, indicaciones acerca de la ejecución de la obra, con lujo de detalles, para evitar posibles ambigüedades.
A partir de ese momento incluyo textos de este tipo en prácticamente todas mis partituras. La función de estos textos es doble. Hay una causa pragmática, en vista de cómo está organizada la vida musical en la actualidad. Los programas de mano existen de hecho, y hay que llenarlos. Si yo no escribo un comentario sobre mis propias obras, lo hará otro, en general a las prisas y sin mucha información básica. Además, aunque el autor de las notas de programa se ocupe del asunto con el mayor profesionalismo, estoy perdiendo una oportunidad dorada para comunicar mi pensamiento musical de manera directa, por una vía adicional: la palabra. Cierto es que muchos compositores dicen pavadas, pero no estoy aquí generalizando sino relatando qué es lo que a mí me sirve.
Habitualmente es éste un gran problema (y algún día no lejano quiero escribir un artículo sobre "La tipología de las notas de programa en los conciertos") porque los organizadores suelen pedir estas notas a último momento, a nadie se le ocurre algo decente y terminan escribiendo vaguedades. Para adelantarme a este problema, usualmente escribo las notas de programa mientras voy escribiendo la obra (o inmediatamente después). En este sentido es casi parte del proceso de composición. "Casi", digo, porque el texto de la nota de programa no influye en mis decisiones estrictamente musicales.
También puede ocurrir que a algún periodista se le ocurra hacer un programa radiofónico con mis obras, o escribir para alguna revista, y -nuevamente- no sepa qué decir. Esto es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos (y lo sé por experiencia, por haber trabajado años en diversas radios, incluyendo un lustro en la Deutsche Welle en Colonia). Bajo la presión de tiempo en la que suelen trabajar los periodistas, se agradece todo el material que pueda aliviar su tarea. Y si van a escribir sobre mí, lo menos que puedo hacer es facilitarles la vida. Es más: bien pudiera ser que elijan el tema de su programa no únicamente en función de la calidad estética, sino porque es más fácil. En este caso -hablemos en términos de márketing- si tengo un comentario escrito sobre mis obras estaré en una situación ventajosa respecto a mis competidores.
Esta es una de las funciones de incluir notas de programa en la partitura, una función externa. La otra función es interna, más personal: para llevar registro de detalles del proceso de composición, para llevar memoria del contexto de la obra, como un protocolo privado. Creo además que si uno puede verbalizar su pensamiento musical lo comprende mejor, y en consecuencia puede hacerlo evolucionar más sólidamente. Por cierto, en este ensayo he repetido muchas veces "pensamiento musical", quiero aclarar que esta noción significa cómo coordinar las ideas pero abarca también al "lenguaje musical", a las herramientas técnicas concretas.
Todo esto (incluir las notas de programa en las partituras) es un detalle, si se quiere, pero la cuestión de fondo -qué aprendí de Stockhausen a través de este detalle- es que entre todas las tareas de un compositor, componer es sólo una. Lógicamente, la más importante, pero no la única. Otras tareas (incluyendo sacar fotocopias, escribir cartas de negocios o hasta acomodar las sillas en los ensayos) son también parte del proceso compositivo. Se acabaron los tiempos inocentes en los que creía que las únicas herramientas del compositor son el lápiz, la goma de borrar y el papel pentagramado. El fax, el correo electrónico, el teléfono, una agenda bien organizada y las conversaciones en los bares tras los conciertos son elementos necesarios para que las obras lleguen a sonar. No aceptar esta situación con alegría, no comprenderla como parte de la Naturleza, es como decir que el fagot y el re sostenido no son materiales artísticos. Es ver la realidad con un solo ojo.
Mucho más tarde (agosto del 2000) escuché a Stockhausen expresar un pensamiento que sintetiza su actitud, su enérgica actitud respecto a la carrera: "Como compositor soy responsable del resultado acústico de lo que escrito". Vale decir, mi labor no termina con la doble barra final, ahí sólo termina una etapa, la de producción propiamente dicha. Luego viene la realización sonora en sí. Organizar conciertos (o ingeniárselas para ser programado en un Festival). Estar presente en los ensayos es imprescindible, inexcusable, y es posible (hasta deseable) que alteres alguna nota o cambies algún matiz tras una fase de ensayos. Si no, o tienes una imaginación sonora madura y desarrolladísima -y has podido prever todo con exactitud- o eres un sordo total, o un desaprensivo al que no le importa lo que suene con tal de figurar.
Luego sería importante grabar los conciertos, sea en forma casera (pero con la mayor calidad técnica posible, sin ruidos indeseados) o, en caso ideal, que logres interesar a una radio para que vaya a grabarlo. Aquí entra a regir otro de mis principios: "Una grabación mala es preferible a carecer de grabación". Aunque sólo sea para control personal, sin fines promocionales. ¿Por qué? Porque el contacto auditivo a posteriori con lo que he escrito es una parte esencial del proceso de crecimiento. Si no oigo mis propias obras, si no escucho mi propia voz, me ocurrirá como a los niños sordos que no aprenden a hablar correctamente por no tener el feedback de su propia voz. Este proceso de retroalimentación es fundamental para aprender cualquier cosa, incluso a componer. Es incluso defendible la postura (algo extrema) según la cual lo único que no enseña a componer es oir nuestras obras.
Así imagino tanto el Paraíso como el Infierno: estar condenados o premiados a escuchar eternamente lo que hemos hecho. Si es Paraíso o Infierno dependerá de la calidad de las obras.
Pero volvamos a Karlheinz Stockhausen. El siguiente paso en mi relación con él fue tomar clases (a partir de octubre de 1993) con Johannes Fritsch, su antiguo alumno y colaborador, en Colonia. Ya escribí sobre este asunto un poco más arriba. Tras unos meses, en cierto momento me dí cuenta de que había aprendido mucho acerca de las técnicas de Stockhausen, sin haber tenido jamás contacto directo con él. Así que le escribí para decírselo (y para agradecerle, porque cada semestre Stockhausen le enviaba a Fritsch un grupo de sus partituras para que éste repartiera gratuitamente entre sus alumnos); su respuesta fue: "Sí, el Espíritu es transparente" ("Ja, der Geist ist transparent". La palabra "Geist" se puede traducir como "espíritu" y como "intelecto", y en ambos sentidos entendí esta respuesta, pero si hay que optar por una sola me inclino por Espíritu, acaso con mayúscula.)
Vi a Karlheinz Stockhausen personalmente por primera vez en 1994, en el estreno de "OKTOPHONIE", en Colonia; luego mi contacto con él se limitó a algunas breves cartas (si está en su casa cuando recibe cartas casi siempre responde) hasta el año en que cumplió los 70 (1998). Entonces comenzó a organizar regularmente, siempre a comienzos de agosto, un curso de ocho días en Kürten (la pequeña población donde vive, no lejos de Colonia). Digo "cursos de composición" en el sentido integral del término: no únicamente unas charlas diarias en las cuales se analiza a fondo una sola de sus obras (en el 2001 será "LICHTER-WASSER"), sino seminarios instrumentales (donde se preparan exclusivamente obras de Stockhausen), uno o dos conciertos diarios de altísima calidad, con sus respectivos ensayos. Viendo cómo Stockhausen ensaya puede aprenderse muchísimo acerca de la realidad del sonido. Además, durante esos ocho días está abierto a cualquier pregunta que se le quiera hacer, porque las considera un incentivo para la reflexión personal: no soy yo quien plantea las preguntas, es el Destino; esa es en términos generales su actitud.
Vamos a poner un ejemplo, porque suelen gustar más que los relatos secos. Le pregunté "Muchas veces, al componer, hay varias alternativas, dos o tres posibles soluciones a un problema compositivo concreto. ¿Cómo hace para elegir? Sé que es una pregunta algo tonta, pero ..." "No, no es tonta, es el problema básico de la composición. Aprendí a esperar hasta que ya no tengo más dudas. Mientras tanto me entretengo con bocetos o hago experimentos técnicos."
En cuanto a las técnicas concretas que aprendí de él, son las mismas que cualquiera puede aprender analizando sus obras o leyendo sus numerosos escritos; en esto no hay secretos.
Decisivo para mí fue reconocer que Stockhausen escribió música en estilos y con lenguajes sumamente diversos. Serialismo, diversos conceptos de aleatoriedad, teatro musical, composición con "fórmula" (un método muy concreto que aplica desde 1970) y diversas obras con técnicas que no necesitamos encerrar en una clasificación a priori. Toda esta multiplicidad existe sin perjuicio de que pueda percibirse una continuidad en su pensamiento musical. ¿Qué leo en esta variedad? Primero, que investiga continuamente, que reflexiona constantemente sobre sus herramientas técnicas. Y segundo, que a Stockhausen no se le cae el pelo por cambiar de lenguaje de una obra a otra; en este sentido no es "purista" ni defiende una ideología extramusical a costa de su arte. Y ¿qué puedo decirles? A mí, esto me resulta un ideal por el cual vale la pena esmerarse.
Quiero mencionar un episodio que revela una faceta importante de la personalidad de Karlheinz Stockhausen, un aspecto sobre el cual se habla poco. En octubre de 1998, durante un viaje a Argentina, toqué TIERKREIS junto a un violinista, Juan Carlos Roqué Alsina, y dicté paralelamente un par de cursos sobre esta composición de Stockhausen, una obra de media hora que consiste en doce melodías con su respectivo acompañamiento, y de cada una de las cuales los intérpretes deben inventar tres o cuatro versiones (variando los timbres y las texturas instrumentales, por ejemplo). Durante el curso, explicando los principios constructivos de la obra, se me ocurrió que bien podría realizarse una de las variaciones con luz de diferentes colores; como una melodía en la cual en lugar de do, re, mi, tuviéramos rojo, violeta, amarillo, o lo que fuera. Al volver a Colonia le escribí para mencionarle esta idea y preguntarle si él ya había establecido una relación nota-música para alguna de sus obras (sé que el simbolismo del color no le es indiferente). Me respondió a los pocos días diciendo que había escrito sobre el asunto diferentes cosas, especialmente en su recopilación de "Texte" números 5 y 6, y con esa carta me los envió, gratis. Dos libracos de varios cientos de páginas, bastante caros. Yo les pregunto: ¿de cuántos compositores han recibido regalos así?
Clarence Barlow (nacido en Calcuta en 1945) es un extraño personaje, acaso por eso le tengo cariño. Si lo quiero enumerar entre mis maestros de composición -a pesar de que oficialmente no lo fue- es porque representa un aspecto que no hemos apenas mencionado: hallar inspiración. Las clases y las ideas de Barlow fueron para mí increíblemente inspiradoras; tanto que, cuando dicta cierto curso semanal donde repite lo que supuestamente ya sé (MusiQuantic, lo llama), voy de todas maneras, más que a enterarme de algo nuevo a buscar inspiración. Sus clases son centralmente de informática musical pero con ramificaciones a la matemática aplicada a la música, lo cual sacia mi necesidad de raciocinio por un tiempo. Y luego, lo curioso es que si aplico literalmente cualquiera de las técnicas con las que él escribió alguna de sus obras, mi resultado es absolutamente distinto. Esto apenas ocurre con otros profesores. Además, reconozco que numerosos conceptos muy concretos de mi pensamiento musical provienen de él.
Luciano Berio (nacido en 1925). Vi a Berio tres veces, hasta ahora. La más importante fue la segunda, en mayo de 1997 en Amsterdam, adonde viajé especialmente para encontrarlo y mostrarle una serie de obras, a ver qué opinaba. Me dedicó mucho tiempo (cerca de dos horas) en el cuarto de su hotel (lujosísimo, por cierto). En su mesa de trabajo había manuscritos y bocetos para su ópera "R", que se estrenaría dos años más tarde en Salzburgo como "Cronaca del luogo". Ya solo este detalle -componer en el hotel- me impresionó: después me enteré de ue Berio trabaja constantemente, y que si no compusiera durante sus viajes habría escrito la mitad de sus obras.
Bien pronto asimilé esta práctica. De hecho, este artículo que usted está leyendo, esta colección más o menos amorfa de recuerdos misceláneos, fue escrita casi en su totalidad en la calle, en tranvías, trenes y autobuses, durante el famoso "tiempo muerto". Tales condiciones externas podrían explicar su naturaleza insular, discontinua; pero hay un truco: la estructura de este escrito es, ya desde su concepción, intencionalmente discontinua, de a cachitos, como tema y variaciones, con un ojo puesto en la manera itinerante en que seguramente debería escribirlo. Esperar las condiciones ideales para comenzar a hacer algo significa esperar para siempre.
No sólo hablamos de música; Berio también se interesó, en cierta medida, por mi vida personal.
En lo musical, los consejos de Berio fueron de una simplicidad mozartiana. Tan sencillas eran sus respuestas a los problemas que yo le iba planteando, que mi pregunta quedaba aniquilada, parecía casi ridícula. De esto aprendí, además de las respuestas concretas, que las soluciones no tienen porqué ser complicadas para ser eficientes, lo cual relativiza la importancia misma de la dificultad. Después de hablar con Berio, parece haber más soluciones que problemas.
Al menos mencionar quiero a algunas de las otras personas que en encuentros esporádicos me ayudaron a entender uno u otro aspecto del quehacer musical, o del quehacer artístico en general. Aquí hallamos a Cristóbal Halffter, a Ramón Barce (sus escritos sobre música son impresionantes, especialmente "Fronteras de la Música", donde cada página es la apertura de una dimensión); a Julio Estrada, Tom Johnson, Leo Brower, Paulo Alvares, Dieter de la Motte, Roberto Aussel, Michael Svoboda, Peter Eötvös, Nuria Schönberg-Nono, Alvise Vidolin, Hans Tutschku, Carola Bauckholt, José Luis Campana, Jorge Pítari, Rafael Reina, Pedro Sáenz, Mauricio Sotelo, Marco Stroppa, Manfred Trojahn. Y a los escritores Lucrecia Romera y Javier Adúriz (dedicatario de este ensayo). No se olviden que Claude Debussy reconocía haber aprendido más de los pintores que de sus colegas compositores. Claro, en algún momento uno se harta de los músicos que comienzan a dictarte cátedra y decirte cómo deben ser las cosas.
¿Y ahora?
En este punto se supone que debería realizarse una síntesis. Difícilmente puedo decir "este profesor es mejor que aquél" o "esta experiencia fue más fructífera". La alternancia de maestros puede ser muy provechosa, excepto que a uno le interese un lenguaje musical determinado de antemano (cosa muy respetable). Sí puedo decir lo que espero de mí mismo en tanto maestro de composición.
- impulsar a los discípulos a la acción, al hacer; alejarlos del inmovilismo, de la parálisis y del caminar en círculos. Que no duden jamás de sus fuerzas, para lo cual tienen que conocerlas.
- Pulir la intuición y el instinto artístico como la manera más certera de hallar soluciones (y no definir un sistema a priori "que te defienda"). Un buen camino hacia esto es el consejo de Brower: "Escriban primero, analicen después". Y no perder jamás contacto con la factualidad del sonido y los condicionamientos del material (léase posibilidades instrumentales y de la percepción humana).
- Que aprendan a ser claros, porque "la falta de claridad es mortal" (Juan Carlos Zorzi). Claridad en la grafía, en el flujo de ideas e incluso en la verbalización del pensamiento musical, en la reflexión sobre las herramientas que se emplea. Tal como está construido el mundo, para ser claro frecuentemente hay que ser redundante.
- Enseñar la concentración, porque la falta de concentración es veneno para el talento.
- Enseñar a atarse el hígado. Quiero que mis obras se toquen, no hacerme amigo de un idiota ni darle lecciones de educación, ergo ¿para qué cantarle las cuarenta? Díganle con toda diplomacia que tiene razón, para que se quede tranquilo, y luego hagan lo que quieran ustedes. Así el pobre tipo se siente feliz. Lo contrario es fabricarse un enemigo o una bomba de tiempo.
- "Allways be around", "estén siempre ahí", dice la leyenda que recomendaba John Cage. Intégrense al mundo musical, sepan quién es quién, primero a nivel local y luego ya veremos. Asistan a los conciertos de los colegas.
- ¿Tienen una idea compositiva pero no se atreven a realizarla porque les parece ridícula? Háganla, denle vida, porque hay muchas probabilidades de que sea una idea realmente original (nos parece ridículo aquello que nunca hemos visto); y lo peor que puede ocurrir es que los tilden de excéntricos, lo cual tampoco es tan grave. En el fondo, nada es lo suficientemente ridículo, si se lo realiza de manera consecuente.
- Enseñar simultáneamente cómo componer, cómo lograr oir sus obras y cómo promocionarlas. Además de la producción propiamente dicha, no descuiden la promoción de la obra y su financiación. Si no, tendrán patas cortas. Aprendan estas otras técnicas paralelamente, como otra lengua materna. Si no logran oir sus propias obras, no crecerán. Y es el compositor el princial responsable de que su obra llegue a sonar. Suponemos que sería ideal no tener que ocuparnos de estas cuestiones "bajas", al igual que la paloma supone que si el aire no ofreciera resistencia podría volar mejor. Añoramos tener un ejército de secretarios que se ocupe de las relaciones con la prensa y de conseguirnos dinero, pero mientras esto no ocurra no podemos darnos el lujo de esperar, en la curiosa idea de que -a la larga- la calidad siempre surge a la luz. Yo personalmente no quiero esperar, quiero ver resultados en vida. Y sólo conozco un caso, el de Sibelius, que a los 32 años recibió una beca vitalicia del estado para que se pudiera dedicar exclusivamente a componer. Primero, que estas cosas ocurren sólo en Escandinavia, segundo, que hasta los 32 hay que sobrevivir, y tercero, que para merecer esta beca hay que mostrar algún resultado.
- Liberarse del prejuicio "esto es así y de ninguna otra manera", cerrando de entrada la puerta a alternativas. Este modo de pensar define una postura mental general, no específicamente compositiva; pero a fin de cuentas, el pensamiento musical no está escindido del pensamiento integral, del pensamiento a secas.
- Aprendan urgentemente a ser avaros con su tiempo. Esto no significa que vivan en perpetuo stress. Todo lo contrario. El stress afecta negativamente el rendimiento. Inviertan tiempo en comer, en dormir y en la vida social, pero cuando estén despiertos estén bien despiertos, y cuando estén trabajando no se distraigan, "no se escapen" (Cristóbal Halffter). Si uno dedica ocho horas diarias a componer (lo mismo que dedica un oficinista a sus apasionantes tareas) las cosas salen. No hay secretos. Y no le hagan ascos a trabajar durante los viajes, como Berio. Complementariamente, ayuda al aprovechamiento integral del tiempo un concepto que tomé del ajedrez: el concepto de "jugada multifunción". Es decir, una jugada tal que (por ejemplo) simultáneamente abre una línea, mejora la posición de una pieza y genera una amenaza indirecta. Claro que no siempre es posible realizar este tipo de jugadas. En la carrera musical, esto puede traducirse a gusto del consumidor. Por ejemplo, usar las notas de programa de determinada composición para estructurar una conferencia, luego transformar eso en programa radiofónico, luego publicarlo como artículo o usarlo como trabajo práctico en la Universidad.
Finale
Un lector medianamente alerta podrá ver que -excepto técnicas concretas, que no carecen de importancia- no aprendí más de mis maestros regulares que de encuentros no académicos con personas notables y de "avivar el seso". Si al leer este ensayo usted buscaba la fórmula de cómo enseñar composición, para luego aplicar esta fórmula en los planes de estudio de los conservatorios, posiblemente se haya decepcionado.
Guardo cierto escepticismo acerca de que se pueda estandarizar la enseñanza de una disciplina que es, per definitionem, una expresión personal intrínsecamente non standard. De momento no encuentro mejor modelo "general" que el directo, el de maestro-discípulo a la manera de los talleres de pintura del Renacimiento. Modelo que se repite en el caso de Schönberg y sus alumnos Berg y Webern, no es algo únicamente perteneciente al pasado remoto.