La zapatera es, desde luego, como el título lo indica, prodigiosa. Es una criatura que tiene la viveza de una abeja, que pica como ella, bulliciosa, lista, vivaz, un poco insolente y, sobre todo, “ventanera”, esto es, muy aficionada a convivir y alternar con lo que pasa en la calle: con los mozos lanzadores de piropos que transitan montados en sus jacas pintureras, con las zagalas casquivanas, y las comadricas parleras.
El buen hombre con que casó, no se sabe bien por qué es un remendón más maduro, que, por fin, hastiado con esas liviandades y devaneos – y con las inquinas del vecindario que provoca -, se toma las Villadiego, sin intenciones de regreso, y viene un niño a darle la infausta nueva a la zapaterita que, ocupada en sus quehaceres... y en su ventana, nada de lo ocurrido sospecha. El chiquitín explica por qué ha venido él.
Ve tú, ve tú, ve tú, y nadie quería, “entonces que vaya el niño”. Más en el instante que él viene a largar todo el asunto, penetra por la ventana una alegre mariposa, y el pequeño, bajando de las rodillas de la intrigada zapatera, echa a correr tras el insecto. Una de esas escenas encantadores y breves que Federico intercala en los momentos más álgidos de la acción: pincelada maestra que la refresca y aligera.
Pero ya ha huido por la puerta abierta la atolondrada mariposa, y el niño desembucha bruscamente el contenido de su capacho:
¡Ay! Pues, mira... tu marido, el zapatero, se ha ido para no volver más... y ya lo sabe todo el pueblo.
Y la zapaterita, que no había hecho más que mofarse y quejarse del desertor, se transforma en la más desolada de las doncellas.
¿Qué va a ser de mí, sola en esta vida...? ¡Ay, ay, ay!. Y el acto termina con la irrupción de las vecinas, que llevan vestimentas de colores vivos y en las manos grandes vasos de refrescos: giran, comen, gesticulan, entran y salen; sus faldas amplias ondulan como banderas en torno de la zapatera, que se lamenta a gritos. Un rimbombante cuadro de ballet multicolor con ritmo de torbellino.
Acto II
La zapatera tiene que vivir y, sin dejar de enjuagar sus lágrimas y de gemir, cuida de la tienda del tiracuero, que ha transformado en taberna, a la que concurren hombres de todas condiciones, a los que sirve atenta, pero sin admitir requiebros ni galanteos, ni insinuaciones malignas.
Pero frente a sus ventanas pasan, no obstante, las majas cigañeras, con pasos menuditos, y echan miradas furtivas al interior; se escandalizan y luego se santiguan, tapándose enseguida los ojos – para no ver lo que ya han visto – con sus inmensos pericones.
Y el niño, buen amiguito, penetra en el aposento y, a su vez, tapa con sus manos los ojos de la zapaterita - ¿quién soy yo?. – Mi niño, pastorcillo de Belén.
No viene, no, por la merienda; viene a contarle “de las coplas que le han sacado y que canturrean por el pueblo”.
Dicen así (el pequeño lleva el compás golpeando los dedos sobre la mesa):
¿Quién te compra, zapatera, el paño de tus vestidos y esas chambras de batista con encajes de bolillos?
Ya la corteja el Alcalde ya la corteja Don Mirlo. ¡Zapatera, zapatera, zapatera te has lucido!
Pero de la calle asciende un floreado toque de trompeta y cruzan por la acera mujeres alborodazas: ¡Títeres! ¡títeres! ¡títeres!.
Y el fuegazo esposo, disfrazado de ambulante titiritero ciego, penetra en la taberna, seguido del pueblo entero.
Ya está armado el tinglado y los muñecos, entre las exclamaciones de la asistencia, que ha tomado asiento en sillas, mesas y escabeles. Interpretan una historieta tragicómica, que no es otra que la de la atribulada zapatera. Y la ansiedad y atención de los espectadores van en aumento, en espera del desenlace final.
Escena exquisita de candidez, de infantil credulidad, de frescor primaveral; conmovedora a fuerza de ser candorosa, e inocente en esa atmósfera de zumbidos de abejorros y de perfumes campestres.
Y al término de la farsa – que Federico se empeña en calificar de “violenta” – se opera en la esposa, ante el marido recuperado y tanto tiempo llorando, la reacción inevitable: ¡Pillo, granuja, tunante, caballa!, mientras que dentro resuena el cantar:
¿Quién te compra, Zapatera el paño de tus vestidos y esas chambras de batista con encajes de bolillos?
Qué delicia es sentir, al caer el telón sobre una obra, esa impresión de claridad exenta de toda sombra, que transforma nuestras nieblas en efluvios de optimismo, y nuestras añoranzas en expectativas felices.
Así, “La zapatera prodigiosa”, de Federico; volátil mariposa de un día - nada más -, pero que por el hechizo de sus alas saturadas de sol infiltra un rayo de luz – que es de olvido – para las almas que están tristes. La lozanía refrescante de un espectáculo sin tormento.
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