Felipe Santiago Boero, compositor y pianista. Discípulo de Pablo Beruti, obtuvo por oposición el Gran Premio Europa (1912). Gracias a esta beca accedió a perfeccionarse en el Conservatorio Nacional de París con Paul Vidal y a entablar cierta amistad con Gabriel Fauré, Camile Saint-Saëns, Claude Debussy, Maurice Ravel y Manuel de Falla. El estallido de la Primera Guerra Mundial lo obligó a suspender sus cursos en París y a regresar a la Argentina antes de obtener su diploma.
En Buenos Aires desarrolló una amplia actividad orientada tanto en el terreno de la creación como en el de la interpretación, la docencia y la organización de instituciones tendientes a impulsar el desarrollo musical de su país. Ya en 1915 tuvo la iniciativa de fundar, junto a otros tres beneficiarios de la beca Europa - José André, Ricardo Rodríguez y Josué Teófilo Wilkes -, la Sociedad Nacional de Música (actual Asociación Argentina de Compositores).
Su impulso innovador se extendió a través de los cargos de director del colegio Juan Martín de Pueyrredón, Inspector Técnico de Enseñanza Primaria (Consejo Nacional de Educación) y docente de diferentes establecimientos elementales, secundarios y terciarios.
En 1934 el Consejo Nacional de Educación le confió la titánica labor de organizar y dirigir coros populares integrados por los estudiantes de los colegios primarios para adultos. Sus orfeones llegaron a congregar más de dos mil asistentes capaces de entonar melodías a cuatro y seis voces. Este logro estaba cimentado en la ardua tarea de crear o transcribir trozos adecuados para tal fin. Pero también en su notable carisma.
Miembro de la Comisión Nacional de Bellas Artes (1938), Boero mantuvo una fecunda actividad creadora expresada a través de seis óperas, tres partituras para el teatro, un importante número de páginas para orquesta (en versión original o en transcripciones), para conjuntos instrumentales, para canto y para instrumento solista (piano).
De todos los representantes del nacionalismo de la generación del ‘80, Boero sobresale por la labor desarrollada en el ámbito de la lírica. Fue el operista por antonomasia.
Tucumán (1914) fue escrita especialmente para los festejos del centenario de la independencia de su país (ver argumento). La trama rememora la batalla del 24 de setiembre de 1812 en la que el general Manuel Belgrano derrocó a las tropas realistas que respondían al mando del general español Pío Tristán. El lenguaje de la partitura, de innegable filiación ítalo-francesa, contenía materiales temáticos del cancionero popular argentino. Su libreto castellano, con un moderado uso de argentinismos, logró un efecto en el público sin precedentes.
Cabe destacar que no toda la producción lírica de Boero tiene un enfoque nacionalista. Ariana y Dionysos (1916), ópera ballet dada a conocer el 7 de agosto de 1920, evoca la leyenda de Ariadna - hija de Minos y Pasifae - abandonada en la isla de Naxos (ver argumento).
En Raquela (1918), Boero volvió su mirada sobre los arquetipos campesinos de su época (ver argumento). El relato toma el tema universal del drama de amor y de fatalidad al que la música le proporcionó una ubicación espacial por el empleo de danzas, ritmos y melodías autóctonas.
Con Siripo (1924) Boero retoma el trágico episodio de la época de la conquista sabiamente plasmado por Manuel de Labardén (ver argumento). La pieza original, considerada el primer fruto del teatro americano, fue dada a conocer por el jesuita Manuel Lassala en Bolonia (1784) bajo el título de Lucía Miranda. En la Argentina tuvo su primera representación en el Teatro de la Ranchería (1789) y, perdidos sus dos primeros actos, debió esperar su reconstrucción por parte de Luis Bayón Herrera para su reestreno en manos de la compañía de Pablo Podestá y Camila Quiroga (1918). Con la elección de este argumento Boero se enfrentó nuevamente a un drama de amor: el del cacique (Siripo) y la española (Lucía). Ambas culturas se encuentran representadas por elementos musicales que le son propios, pero no mediante el leit-motiv, sino por intermedio de la simple reminiscencia.
Un año más tarde a la concepción de Siripo, Boero llegó a plasmar una de las obras más representativas del teatro lírico de su país. Había elegido un drama del escritor uruguayo Yamandú Rodríguez y, conseguidos los derechos, trabajó en El Matrero (1925) “con un ardor y un entusiasmo como nunca había sentido” (ver argumento). La acción se desarrolla en una estancia del litoral donde ronda la legendaria sombra del Lucero (matrero). Éste, bajo la apariencia del payador Pedro Cruz, intenta conquistar a Pontezuela. Pero la joven no lo reconoce e insiste en que está enamorada de la mítica figura a la que su padre, Liborio, ordena aniquilar:
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“Arrastrenló, pa que su sangre engorde
el pedazo de campo ande atraviese” [...] |
Sirviéndose del recitativo, el arioso o el canto pleno, Boero logró plasmar adecuadamente las inflexiones de un texto plagado de modismos locales. La vívida pintura de tono gauchesco fue reforzada con espléndidas estilizaciones de danzas nativas, siendo la media caña uno de sus fragmentos más difundidos.
La última partitura dramática de Boero fue Zincalí (1933) (ver argumento), escrita sobre la base de un texto de Arturo Capdevila. Expone el misterioso andar de los gitanos por el mundo. Su música ostenta elementos rítmicos y melódicos de la etnía aludida expresados por intermedio de las masas corales que adquieren, como en la tragedia griega, el papel de protagonista.
El catálogo de Boero exhibe una producción acorde con las tendencias estéticas de su época. En un primer momento no escapó a la influencia recibida por parte de los artistas del viejo mundo a los que trató personalmente. Páginas como Impresiones (1913-1915), manuscrito dividido en tres ciclos para piano (Impresiones de Toledo, Evocaciones y Visiones rápidas), o canciones como Le clavecin, La fleur de l’ar, entre muchas otras, ostentan la impronta de figuras como las de Debussy y Ravel. Pero a poco de iniciada su trayectoria se embarcó en la búsqueda de un lenguaje de perfiles nacionalistas dentro del cual se sitúan la mayor parte de sus obras. Por ejemplo, su Suite de danzas argentinas para orquesta, concebida aproximadamente entre 1920 y 1930, recrea especies como el escondido, el gato, la media caña, la huella, el cielito, el remedio, el prado, la firmeza, la chacarera, el palito y el caramba. Su tendencia se encuadra dentro del perfil del nacionalismo surgido en el seno del movimiento romántico. Son partituras de un nítido color local que proyectan, sin una pretensión cientificista, elementos de tipo vernáculo. Esta elección estética no le impidió continuar por la senda de lo francés, como en Poèmes (1927), ni hacer su incursión dentro del terreno del mundo de la Grecia clásica (Las Bacantes, 1925) o de lo exótico (Zincalí). Sin embargo su lenguaje va a mantenerse simple y directo, dentro de una gran espontaneidad y sobre la base de procedimientos precisos y bien encarados.